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El Palladium, situado en Pumarín, frente a la parte de atrás del cuartel del Milán, era un cine lujoso y cómodo, con butacas tapizadas de gris con separación entre una fila y otra que permitía estirar las piernas: demasiado cómodas, tal vez, porque la condición de las películas proyectadas incitaba normalmente al sueño. Yo entonces no solía dormirme en los cines, pero reconozco que en alguna película de Antonioni o Wadja era peligroso cerrar los ojos al pestañear, porque se corría el riesgo de volver a abrirlos pasada media hora, o, lo que era peor, que tuviera que despertarle a uno el acomodador para anunciarle que había terminado la película. Todo el equipo del Palladium era sumamente eficiente, a la altura de la categoría del cine. A la puerta estaba Óscar, alto, distinguido, con los cabellos peinados hacia atrás y una impecable levita digna del portero del hotel Plaza de Madrid: sin duda, el mejor portero de cine que jamás hubo en Oviedo. Óscar era la amabilidad personificada, tranquilo y siempre dispuesto a prestar su ayuda a cualquier espectador que se la requiriera. Los acomodadores eran Samuel y Rogelio, el primero con un cierto aire de Edward G. Robinson, aunque en versión sonriente y fumador de pipa (Robinson lo era de puros), y el segundo más delgado y con un fino bigote recortado sobre el labio superior. Con sus uniformes grises constituían, con Óscar, un equipo inmejorable e insustituible. En la cabina de proyección mandaba Severino, moreno, con comienzos de calvicie, bigote y mucho humor, y su ayudante era Daniel, muy activo y servicial. Por encima de todos ellos estaba Enrique García, a quien todo el mundo conocía por el «Patatu» y empleado de la empresa Arango, que cuando había a disposición material clandestino, organizaba sesiones de proyección secretas en una salita muy reducida encima de las oficinas de la empresa, en la avenida de Galicia. Gracias a aquellas sesiones habremos visto «El acorazado Potemkin», de Eisenstein, y «Viridiana», de Buñuel, por lo menos setecientas veces. El Palladium se inauguró con la película «Repulsión», de Roman Polanski. La noche del estreno estábamos todos sentados en nuestras butacas como en misa. Y a la salida, todo el mundo era a sacarle «mensaje» a lo que había visto. Porque una película «de qualité» no era nada si no tenía mensaje. De manera que la cabeza de conejo que llevaba Catherine Deneuve en su bolso de mano debía entenderse que era la cabeza de la hidra de la reacción, o si el que la veía era de izquierdas, la cabeza de Franco, y cosas así. Dado aquel ambiente, yo evité decir que me pareció una película con algunos toques a la manera de Hitchcock y otros toques a la manera de Clouzot, no fuera que me llamaran ignorante. En los cines de arte y ensayo, y señaladamente en el Palladium, no sólo se veían películas que podían interpretarse en contra del franquismo, aunque estuvieran rodadas en la época del cine mudo, y en favor de la lucha de clases y de la dictadura del proletariado (que era lo que verdaderamente interesaba en aquellos momentos a la progresía: ¡olé!), sino que también se veía más carne que en cualquier otra sala de cine. Confieso que la primera vez que vi, en una película sueca, a una guapa joven sin más ropa que las braguitas manteniendo una larga conversación con una señora vestida de negro, tuve que pellizcarme varias veces, porque no creía lo que veía. Pero el caso más fabuloso de voyeurismo fue el de la película supuestamente didáctica titulada «Helga», en la que se filmaba un parto con todo detalle. La gente se agolpaba no para ver cómo nacía un niño, sino por dónde, y constituyó el mayor éxito del Palladium y uno de los mayores del cinematógrafo en Oviedo. Enrique García organizó el estreno fabulosamente, e incluso dispuso a la entrada de la sala una camilla, un quirófano portátil y un par de enfermeros vestidos de blanco, por si a algún caballero le daba un vahído durante la escena del parto o alguna señora embarazada paría durante la proyección por simpatía. En el Palladium estrenamos uno de los bodrios de Gonzalo Suárez, titulado «El extraño caso del doctor Fausto». Previamente, Enrique organizó una cena detrás de la pantalla que nos sirvieron de la cafetería, y a la que asistimos, entre otros, Enrique, Juan Cueto y el propio Suárez, que ya por entonces se las daba de genio. Y lo maravilloso del caso es que coló. Por aquel tiempo, yo le enseñé a fumar puros, para que se pareciera un poco a Orson Welles, y si con el tiempo Suárez engordó, fue porque estaba convencido de que los genios tienen que ser gordos, ya que en los años sesenta estaba delgadísimo y con cierto aire a Serrat, pues catalanizaba. Yo hice la presentación de la película y me permití decir, entre otras bobadas, que el cine de Suárez «nos concierne a todos». Cosa de la que se rió durante muchos años, y con razón, Miguel Ángel del Hoyo. Como el ilustre filósofo don Pedro Caravia había sido compañero de claustro en el instituto de Oviedo de antes de la guerra del padre de Gonzalo Suárez, llamado también Gonzalo Suárez y mejor escritor que el hijo, autor de una divertida novela de aventuras titulada «Ban-go-ko» y de una biografía de Villon, quiso ver la película del retoño. Yo le llevé al cine y, debido a que don Pedro estaba medio ciego, nos sentamos en la primera fila. Luego Cueto y Enrique dijeron que yo había querido matar a don Pedro llevándole al cine, pero quien por poco me mata fue don Pedro a mí, haciéndome ver aquellos absurdos desde la primera fila. Como don Pedro sólo distinguía colores, no se enteró de lo demás y salió muy contento. Decía que los colores eran muy bonitos y que le recordaban a Vermeer. La sesión estrella del Palladium era la de Año Nuevo, celebrada el 29 o 30 de diciembre de cada año, que empezaba a las diez de la noche y salíamos a las doce de la mañana, del día siguiente. Pasábamos la noche entre documentales de la Alianza Francesa, películas mejicanas de vampiros y de Tom y Jerry, y como número fuerte, alguna película del otro lado del telón de acero, a la que ya todo el mundo llegaba dormido. ¡Tiempos aquellos en los que lo aguantamos todo y encima salíamos contentos!

Texto de José Ignacio Gracia Noriega

Colaborador: Paco Moncho